21.NOV.18 | Posta Porteña 1971

Relatos de Amodio (Extraídos del Facebook de HAP- (64/65)

Por AMODIO

 

Relato 64/  5  noviembre  2018


La madrugada del 24 de mayo, Wolff y yo estábamos durmiendo y nos despertaron los golpes en la puerta. En el local, un apartamento en el tercer piso de la esquina de Maldonado y Gaboto, teníamos una pistola y un revólver. Nos resistimos?, le pregunté a Wolff. Me respondió que no. Yo abro, le respondí, mientras él iba a colocar la alarma. Cuando abrí la puerta, dos uniformados y uno de particular me encañonaron. Los uniformados eran el teniente Grignoli y el capitán Camacho. El de particular, el capitán González. Tras ellos, un soldado armado con un fusil me puso de cara a la pared y me quitó el reloj. Camacho me preguntó por las armas y el dinero. Como la tapa del berretín estaba abierta –se habían prolongado dos paredes que dejaban un ángulo abierto- se dirigió hacia ese lugar. Aquí no hay nada, escuché que decía. Wolff se quedó en la habitación que daba a la esquina de Gaboto y Maldonado y su presencia no había sido notada. Sobre la mesa estaba la pistola, una Lugger 7,65 y cuando Grignoli y Camacho lo vieron, creyeron que los iba tirotear. Escuché gritos, golpes y tuve la sensación de que lo sacaban arrastrando.
Antes que me pusieran la capucha, pedí para ponerme el saco que estaba en una silla. El soldado, Gómez, me dijo que sí. Comprobé que el tubo de Valium estaba en uno de los bolsillos y me puso la capucha. Cuando me metieron en el camello, pude ver las sandalias de la compañera que señaló el local

En 2016 conoceré su apellido, Zipitría. De Wolff no tendré noticias hasta tres días después. Estuve horas sentado en una silla, en una sala con piso de baldosa amarillenta. No escuchaba más que ruidos de motores y voces en zonas cercanas, por lo que pensé que estaba solo. Me levanté la capucha y vi que estaba cerca de un escritorio. Colgado de la pared, había un escudo del Batallón Florida, que a esas alturas ya tenía triste fama. Estás sonado, me dije.
Poco después fueron llegando militares y a mí alrededor se formó un grupo que me preguntaba cosas al boleo. Entre los nervios y el hambre mi estómago empezó a dolerme. Alguno llamó al cantinero y se hizo servir whisky. Otros lo acompañaron y al rato aquello era un jolgorio, bromas y alusiones a lo que me iba a pasar en “cuanto me llegara el turno”. No hacían falta las alusiones. Lo tenía claro, así que cuando me llevaron al “plantón”, sin pensarlo ni una vez, me tragué las 50 pastillas de Valium. Tardé unos segundos, nada más. Mientras lo hice, la mente se me quedó en blanco. Un soldado se acercó con la intención de ponerme los brazos en alto y en ese momento me caí. Desperté en la enfermería.

El médico, teniente Colombo, le dijo al soldado que hacía de enfermero: está despierto, avisale al capitán. Mi instinto me hizo pensar que lo mejor era simular que seguía dormido, pero el médico me abrió un ojo y luego el otro, por el expeditivo método de tirar de los párpados, mientras con una linterna me taladraba el iris. O así me pareció.
Llegaron dos uniformados, a los que luego identificaré como el capitán Calcagno y el teniente Méndez. El capitán me preguntó ¿ por qué lo hiciste, Negro?, mientras señalaba la palangana con los restos del Valium. Porque me van a masacrar, le respondí. Aquí no te va a tocar nadie, respondió. Soy el capitán Calcagno, el primo de tu tía Elsa, la mujer de tu tío Roberto. Yo se los prometí. Quedate tranquilo.


Relato 65 /  7 noviembre  2018


Con el visto bueno de Colombo, me trasladaron a un barracón en la misma planta baja que la enfermería. Lo hicieron dos soldados, que me pusieron una capucha mientras me conducían. Este es tu sitio, me dijeron. Cuando se fueron los soldados solo se oían toses. El olor del ambiente era ácido pero todavía respirable. Luego sabré que el olor era consecuencia de los vómitos que se habían secado en las frazadas y los ponchos que nos servían de colchón y abrigo.

Una voz me dijo ¿quién sos?: Amodio, le contesté, sin obtener como respuesta más que un acostate. Al rato la misma voz me dijo sacate la capucha, pero atenti con los milicos, que no te vean. Mis ojos se acostumbraron a la semioscuridad y pude entrever que el barracón era una ele. Luego sabré que el lado corto de la ele daba a la calle y que la única ventana estaba a unos 20 metros del puesto de guardia de la entrada. Cuando escuché ruidos en la puerta del barracón me puse la capucha. Eran dos soldados con una olla enorme con la comida, la cena, según mis cuentas. Hacía casi 24 horas que no comía nada y aunque el rancho era una mezcla indescifrable, lo comí bastante bien. Volvieron los soldados, se llevaron platos y cucharas y apagaron la luz. Acostado boca arriba, con la capucha levantada y algo en el estómago, me dispuse a dormir. Tenía que estar lúcido cuando me interrogaran, aunque la promesa de Calcagno me tranquilizara bastante.

Pero no pude dormir. Eran demasiadas imágenes que llegaban a mi cabeza y la sensación de impotencia se hizo notar. Sabrían ya que estaba detenido? Lo sabría Alicia? La estarían torturando? Y mi familia, lo sabrían ya? Empecé a ser consciente de que por primera vez estaba preso y la sensación de la derrota era superior a mi convicción. Masticaba mis dudas cuando alguien a mi lado me dijo: Negro, soy Dubra, Arturo. Te dieron mucho? No me tocaron. Me tragué un tubo de Valium, pero me lavaron el estómago, contesté, casi sin verlo. Me dijeron que no me van a tocar, que el capitán Calcagno es pariente mío. No te confíes, me dijo. Son unos hijos de puta, te quieren ablandar. Mañana hablamos, y se marchó a su sitio.

Las palabras de Arturo me dejaron intranquilo y el temor a la tortura renació. Cada ruido que sentía al otro lado de la puerta me sobresaltaba y me impedía descansar. Por fin, se encendieron las luces y llegaron los soldados con el desayuno. Se pueden sacar las capuchas, dijo el oficial que los acompañaba, Orosmán Pereira. Por su voz lo reconocí como uno de los que estuvo en la ronda del whisky la mañana anterior. El mismo Pereira nos permitió ponernos de pie para tomar el café con leche y el trozo de pan que recogimos de una canasta. Mientras eso duró, nos fuimos mirando unos a otros para identificarnos, pero salvo a Arturo no reconocí a nadie.


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