22.OCT.20 | PostaPorteña 2157

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD

Por Jonathan Jacubowicz

 

IDENTIFÍQUESE


Mi nombre es Juan Planchard, tengo treinta y tres años y ni un puto dólar en mi cuenta. Estoy recluido en una cárcel de máxima seguridad en California. Mi padre y mi madre fueron asesinados por culpa mía. La mujer de mi vida me engañó desde el día en que la conocí. Comparto celda con un negro de dos metros que todos los días me pide que le dé el culo. Y estoy convencido de que todas las decisiones que tomé durante la revolución bolivariana fueron equivocadas y serán condenadas por mi descendencia.

En teoría mañana me liberan, y digo en teoría porque ya no sé ni qué pensar. Me metieron en este hueco cuando El Comandante era Presidente de Venezuela, hace seis años. Y la verdad, de todos los carajos con los que tuve el placer de interactuar en la revolución, nunca se me hubiese ocurrido Nicolás Maduro como sucesor del tipo. Pero así quedó la vaina, inexplicablemente, Maduro gobierna a Venezuela.
Tengo un cuento burda de loco con él que a lo mejor revelo más adelante, si se portan bien.

Lo cierto es que la Goldigger me invitó a unirme a la CIA hace media década. Me dijo que me sacaba esa misma noche y me ha venido cotorreando con posibles fechas de salida de prisión desde entonces. Al parecer por fin la vaina se concretó y salgo mañana. No le he dicho nada al negro porque fijo me mete la paloma a la fuerza como despedida.

Un detalle, antes de que se me olvide: Si comenzaste este libro, sin haber leído “Las Aventuras de Juan Planchard”, haz una pausa y léetelo primero. Incluso si te lo has leído, lo ideal sería que te lo vuelvas a leer pues somos una nación de corta memoria. Si estás pelando bola y no te dan los reales para comprar los dos, o si este lo conseguiste pirateado y el otro no aparece, no te quejes si no entiendes nada. Ya no soy el de antes. Ahora ando arrecho y no estoy para explicar un coño.

OPOSICIÓN REVOLUCIONARIA

La Goldigger llegó perfumada y con una sonrisa. La vaina era en serio. El imperio me tendía la mano y más nunca lo podría olvidar.
—Creían que podíamos sin ti –dijo–, pero media oposición se unió a la revolución y se nos jodió la vaina.
—Me vas a tener que explicar más despacio –repliqué–. No tengo ni idea de lo que ha pasado.

No era coba, es demasiado jodido seguir las noticias en cautiverio. De vaina me enteré que las elecciones gringas las había ganado Donald Trump, y fue porque nadie en el penal de San Quentin se podía creer la vaina. Yo sí me lo creía, de hecho, me parecía lógico. Trump era la versión blanca del Comandante. Para nosotros un caudillo militar era Bolívar reencarnado, para los gringos Trump era el sueño americano.
Sin duda se iba a montar una guisadera nivel imperial y ese era un prospecto interesante. Pero lo que más me gustaba era que durante nuestro noviazgo, Scarlet había mencionado que conocía a Donald Trump. Yo de guevón asumí que ella lo
conocía por ser parte de la oligarquía gringa, pero con el tiempo entendí que lo más probable era que se la hubiese mamado en una rumba. Pero incluso si ese era el caso, como agente de la CIA no me venía nada mal tener acceso a Trump a través de Scarlet, o a Scarlet través de Trump.

La Goldigger me recogió en un Lincoln con placas oficiales, con chofer. Nos sentamos en el asiento de atrás, separados por un vidrio del asiento delantero. Era el 11 de
Noviembre del 2017. El carro olía a repollo. Bajé la ventana y disfruté del fresco otoñal californiano. Respiré profundo, dejé que el aire de la libertad acariciase mis bronquios torturados por el encierro y el hachís carcelario, e hice la pregunta más lógica para entender cómo estaba el país:
— ¿A cuánto está el dólar?
—Cincuenta y dos mil y pico

La miré con una sonrisa.

—En serio… Dime.

Se volteó y me estudió con curiosidad. Creo que hasta ese momento no había captado que yo no tenía ni la más puta idea de lo acontecido en los últimos años.
— ¿En cuánto estaba cuando caíste preso?
—Ocho y pico, casi nueve.

Movió la cabeza en forma negativa, impresionada.
—Parece mentira, pero sí, está en cincuenta y dos mil y pico, y por los vientos que soplan, puede llegar a cien mil en un par de meses.
Sonaba a paja, pero por qué me iba a mojonear…
— ¿Y a cuánto está el oficial?
—Hay varios tipos, es pelúo calcularlo, pero el que consiguen los bolichicos está en once.
Me cagué de la risa. Imagínate la vaina. En tiempos del Comandante se hacían dos o tres dólares de ganancia por cada dólar invertido, y con eso nos hicimos todos millonarios.

Ahora podrías comprar dólares pagando once bolívares, cuando valen cincuenta y dos mil, y eso daría… ¡cinco mil dólares en ganancia por cada dólar invertido!

— ¡Pero eso es otro nivel! –dije–. ¡La gente debe estar nadando en billete!


El carro cogió una autopista y vi que se dirigía a San Francisco. Casi lloro de la alegría. Una vaina era salir de la cárcel y meterse en un carro, otra era comprender que estarías en una ciudad como cualquier mortal, caminando, en cuestión de minutos. Además San Francisco es cool. Iba pendiente de meterme en Chinatown y comerme unas lumpias. Pasear por la playa del Golden Gate bridge y disfrutar, por fin, de la vida.
—Es otro nivel pero el círculo se está cerrando –dijo la Goldigger–. El Departamento del Tesoro tiene sancionados a casi todos los que importan, incluyendo a sus testaferros.

—Y tú… ¿en cuánto estás montada?
Me miró con cierta tristeza. 

—A mí me distanciaron mucho desde que falleció El Comandante. He seguido haciendo lo mío para no perder musculatura, pero yo, Juancito querido, trabajo para el gobierno americano. Y a tus compatriotas se les fue el yoyo.

Esa Venezuela de corrupción absoluta que dejaste era el país de las maravillas comparado con lo que existe ahora. El Comandante cuidaba las apariencias, estos tipos no. El ejecutivo se lo dividen entre Hezbollah y Cuba. El petróleo entre Rusia y China, y las fuerzas armadas entre las FARC y el Cartel de los Soles.
La miré con incredulidad.
—Y si es así, ¿por qué Donald Trump no invade esa vaina?
La Goldigger me miró con arrechera.
—Te vas a tener que meter el “y si es así” por el culo. Lo que te digo es lo que es. No te estoy dando teorías.
Me asusté. Esta jeva era lo único que me separaba de la cárcel, y con su tono me dejaba claro que era mi nueva jefa y me podía destruir con mover un dedo.
—Te la perdono –añadió–, porque sé que tienes más de media década sin echar un polvo y te debes estar volviendo loco.
Me puso la mano en la pierna y me sonrió. Siempre había tenido lo suyo, se parecía a la Princesa Leia. Yo cargaba un verano épico y la verdad es que con tal de que fuese mujer, le hubiese echado bola a lo que sea. Pero me parecía un poco deprimente que mi primer polvo en libertad fuese una chama que, por más que sea, era mi amiga. Todo cambiaría entre nosotros

—Te lo mamaría –dijo pausada–, pero los medios gringos andan en una fiebre de denunciar el acoso sexual. No me quiero meter en peos.
Me reí nervioso. Yo había pasado seis años con criminales sin cerebro. Esta jeva se había metido en el corazón revolucionario, como agente secreta, y quién sabe cuánto
había logrado para los gringos. Claramente me llevaba una morena en materia mental. 

—El tema –dijo–, es que Trump ganó las elecciones con la promesa de “America First”, una doctrina aislacionista que dice que Estados Unidos no debe ser la policía del mundo. De hecho, es probable que sea el primer presidente gringo, en muchas décadas, que no comience una guerra. La única posibilidad de que eso cambie, es que su pueblo le pida meterse en Venezuela. Por eso hicimos un plan para que las
imágenes de las protestas y la represión llegasen a las casas de todos los americanos.

Y lo logramos… durante un mes no se habló de otra cosa en los medios gringos, y se creó una matriz de opinión en la que defender los derechos humanos de los
jóvenes indefensos que estaban siendo masacrados, parecía ser responsabilidad de la administración Trump. Pero, de repente, la oposición negoció con Maduro y echó todo para atrás.
— ¿En serio? ¿Toda la oposición?
—No toda, pero no sabemos con certeza quién es quién, porque hay infiltrados en todos los partidos. Apenas comenzamos a emitir las sanciones, varios diputados
opositores anunciaron que iban a elecciones regionales, de un día para otro, y la calle se desmoralizó.

Miré hacia adelante y noté que el carro llegaba al aeropuerto internacional de San Francisco. Yo pensando en pasear con los hippies y lo que me estaban era chutando del país. Lo que menos me provocaba era montarme en un avión.
Pero bueno, la verdad es que tenía su flow salir del imperio, lo más lejos posible.
—Aunque no lo creas –añadió–, gracias a ese peo estás en libertad. Al perder la confianza en nuestros aliados locales, la CIA quedó completamente desorientada, y me fue mucho más fácil convencer a mis jefes de que te necesitábamos.

Poco a poco se asomaba la naturaleza de mi misión. Pero yo tenía más de media década esperando, y me tuve que quejar:
—Hace seis años me dijiste que si aceptaba trabajar para ustedes salía esa misma noche. Ahora me dices que salí de vainita y gracias a que no saben qué hacer sin mí… 

—Ibas a salir, no esa misma noche pero en cuestión de meses. El peo es que El Presidente Obama, de un día para otro, se obsesionó con levantar el embargo y hacer las paces con Cuba… Y los Castro pusieron como condición que les dejasen
seguir al mando de Venezuela.

— ¿Y desde cuándo los Castro le ponen condiciones a los gringos?
—Es complicado… Con decirte que hasta Hillary Clinton se indignó y salió del gobierno… Pero fue lo peor que pudo hacer, porque el Departamento de Estado lo tomó John Kerry, un pacifista hippie que se casó con la dueña de Kétchup, y
desde entonces carga un peo de culpa muy arrecho que le hace querer ayudar a los comunistas.
— ¿John Kerry es el dueño de la salsa de tomate Kétchup?
—La esposa, Teresa Heinz, como Kétchup Heinz.
—Ay coño…

—Vas a comenzar operando desde Panamá. Ya tienes cuentas bancarias, un carro y un penthouse alucinante en plena cinta costera. Desde que te agarró la Policía de Los Ángeles, nos fajamos para que tu identidad no trascendiese a los medios. De hecho en Venezuela nunca se supo más de ti.
Quitamos todo rastro de tu caso del internet, incluso los records públicos de tu juicio y condena. Si alguien te busca online no consigue nada, no tienes huella digital.

De aquí en adelante tendrás cierta libertad de acción y puedes guisar para mantenerte. Pero no estarás trabajando oficialmente con nosotros, esto es lo que se llama una operación negra. Si te agarra alguna policía internacional, no te podemos reconocer
como agente nuestro y vas a ir preso como cualquiera.
— ¿Tú vienes a Panamá conmigo? –pregunté con complejo de Edipo ante mi nueva madre.
—Tienes dos días para bañarte y ponerte al día. Después yo te caigo y te preparo para Venezuela. Te quiero. Me dio un abrazo y un piquito, y con un gesto me indicó que saliera del carro.
Así comenzó la etapa más frita de mi vida. 

LA INVASIÓN DE PANAMÁ

El vuelo fue de San Francisco a Panamá, vía Los Ángeles. Viajé en clase económica y no me pareció tan grave, incluso me gustó la comida que sirvieron. Pensé que ya no era el mismo de antes. La cárcel me había hecho valorar las cosas pequeñas, bajar mis niveles de exigencia. Era un civil percusio más y estaba orgulloso de serlo. Quizás en eso radique la sabiduría, comprender que las cosas materiales son pasajeras y lo que importa es el espíritu.
Al aterrizar en Panamá, el dólar ya estaba en cincuenta y siete mil bolívares. No estoy jodiendo. En menos de veinticuatro horas pasó de cincuenta y dos, a cincuenta y siete;
como si nada. En el mundo se hablaba del inminente default de la deuda de Venezuela y en la ONU la embajadora de Trump, una india que estaba más buena que el carajo, definía al país como un narco estado, le pedía al mundo intervenir, e invitaba a los venezolanos a no perder las esperanzas.
Era raro aterrizar en Panamá en ese contexto. No hacía mucho que el viejo Bush había tumbado a Noriega, con una invasión similar a la que ahora se parecía estar gestando desde Washington. Más de cinco mil panameños habían muerto en enfrentamientos e incendios, y los marines se habían llevado a Noriega para el imperio.

Pasaron muchos años hasta que Panamá volvió a ser un país normal. Ahora es una vaina loca futurista y con boom económico, pero igual, sólo los ricos consideran que la
invasión fue positiva.
Comencé a hacer la larga cola de inmigración y escuché a un oficial pedirles a los venezolanos que tuviesen el pasaporte abierto en la página de la visa. Yo ni sabía que nos pedían visa en Panamá, pero supuse que la Goldigger no se pelaría en algo
tan elemental. Agarré mi pasaporte, comencé a buscar y, efectivamente, tenía mi visa recién estampada. Lo impresionante fue mirar alrededor y ver cómo, de las
doscientas personas que estaban en la fila para pasar por inmigración, al menos ciento ochenta sacaban sus pasaportes venezolanos. Al tipo que estaba en frente de mí también le sorprendió la escena. Se rió y soltó con ironía: “La invasión de Panamá.”

Nadie sabe cuáles son los números oficiales, pero en el día a día, la mitad de las personas con las que interactúas en Panamá son de Venezuela. De ahí viene el rollo de la visa. La vaina se fue de control y los panameños están que matan a los
venezolanos.
No los culpo. Si bien sentía cierta nostalgia por la patria bella, después de tantos años en el exterior, no me iba a caer a mojones: a los venezolanos solo nos soporta el que no nos conoce. Ni nosotros mismos nos soportamos. Y si al leer esta vaina te picas y te sientes herido en tu orgullo venezolano, es porque tú eres de los más insoportables. No me jodas. No tenemos nada de lo cual enorgullecernos. Y no me vengas con Cruz Diez, yo hacía rayas de colores en preescolar y a nadie le importaba. Además, ese pana piró en los años sesenta y no volvió más. En eso, en todo caso, es en lo que fue un visionario.

A la salida de inmigración encontré un carajo con mi nombre en un cartelito. Se llamaba Carlos Iván y manejaba una van. Era moreno claro y no paraba de hablar.
—Aquí estamos, jefe, para lo que usted necesite.
Extrañaba ese calor humano. Los panameños se parecen a los venezolanos de antes, gente amable y alegre que gana en dólares y no parece odiarte.
— ¿Y qué tal el edificio en el que me quedo? –pregunté.
— ¿El Allure? No, jefe, eso es una maravilla, sobre todo el penthouse que le dieron a usted. Ese no se lo dan a cualquiera.
— ¿A quién sabes tú que se lo hayan dado?
—Ufff, pura gente pesada.
— ¿Pero gente de gobiernos o gente famosa?
—Famosa no tanto, aunque hace rato se lo dieron a Sean Penn.
— ¿A Sean Penn? 

—Hace años, sí, como en el 2010, cuando estaba recién inaugurado. Fue uno de mis primeros trabajos.

Me dejó pensativo la vaina. Sean Penn. ¿Será que ese pana… era agente de la CIA? Sería una locura. Ese tipo se la pasaba con El Comandante. ¿Habrá tenido algo que ver con la enfermedad? No vale, bro. ¡Qué paranoiqueo! Estar del otro lado de la talanquera era muy estresante.
—Ese man está loco –añadió Carlos Iván.
— ¿Loco cómo?
—Digo, conmigo se portó muy bien, pero ese rollo en el que se metió con la captura del Chapo…
— ¿Capturaron al Chapo?
Carlos Iván se volteó y me miró extrañado.
— ¿Usted como que no lee noticias?
—Es que tengo tiempo desconectado, en una misión en el medio oriente –dije en tono de Agente 007.
Me tenía que meter un puñal de los acontecimientos de los últimos años. El mundo cambia todo el tiempo y cuando estás en libertad no te das cuenta. Pero si pasas unos años preso, al salir no reconoces nada.
— ¿Y qué tuvo que ver Sean Penn con la captura del Chapo?
—Chequéese en Netflix el documental de Kate del Castillo, queda clarísimo.


Qué vaina tan ruda. Sabía que había vínculos directos del Comandante con el Chapo, y que el Mexicano se la pasaba en Margarita, pero imaginar que Sean Penn se los había traído abajo a los dos, era como mucho.
Salimos de la autopista y entramos en la Avenida Balboa, que bordea la cinta costera, la parte más moderna de la ciudad.
Rascacielos residenciales y hoteles se mezclaban con casinos y restaurantes, en una combinación de South Beach con Copacabana pero sin playa y con olor a cloaca.

Llegamos al Allure, un edificio de cincuenta y pico de pisos en frente del Parque Urraca. Carlos Iván se despidió y me dio la llave del penthouse y un celular, para que lo llamase cuando lo necesitara.

Subí, abrí la puerta y me quedé loco… Tenía dos pisos con trescientos sesenta grados de vista de la ciudad. Desde el cuarto principal se veía el Canal de Panamá, desde la sala el Casco Viejo, y desde el comedor se veían puros rascacielos y una isla residencial que parece salida de Dubái. Arriba tenía una terraza con un jacuzzi para seis personas. Era, en fin, un apartamento digno para asumir nuevamente mi identidad revolucionaria.

Sobre la mesa del comedor había tres chequeras y tres tarjetas de crédito: Una de un banco gringo, otra de uno panameño y la tercera de uno venezolano. Había un sobre con cinco mil dólares, las llaves de un Audi y una laptop.
Entré al cuarto principal y vi una maleta al lado de la cama. La abrí y descubrí que la ropa que tenía era mía.
Demasiado cuchi la CIA, me había traído mi ropita desde Caracas.

Me eché un baño caliente en la ducha de masajes y comencé a sentir que se me iba toda la mugre acumulada en la cárcel. Cada gota que acariciaba mi cuerpo me iba quitando la mariquera jesuita. El pobre cabizbajo victimizado por el sistema penitenciario del imperio, iba desapareciendo; y daba paso al renacer del Juan exquisito, ese que sabe distinguir entre lo bueno y lo malo, que sabe lograr que las vainas le salgan bien.
La verdad es que en la cárcel leí mucho la Biblia y descubrí que es alucinante; una porno suave violentísima en la que los reyes se casan con mil mujeres y el creador quema humanos con lava, o los ahoga con diluvios. En el fondo la revolución es como la Biblia, salvo que en la Biblia hay sólo diez plagas y en la revolución hay como mil.

Pero toda filosofía que glorifique la pobreza es un consuelo para perdedores. Ese concepto de que es más fácil pasar a un camello por el ojo de una aguja, que meter a un rico en el reino de Dios, es lo que tiene jodido a Latinoamérica. Por eso la amabilidad de los panameños tiene fecha de expiración, pues es una sociedad católica y eso hace inevitable el resentimiento social. La Iglesia nos enseña que la pobreza es digna y los ricos son sospechosos, y eso convierte a toda la región en una bomba de tiempo.

Y sí, reconozco que el catolicismo me sirvió de mucho en la cárcel, creo que para eso fue creado, para sentirse digno al pelar bola. Pero yo no nací para pelar bola.
Juré que más nunca me volvería a equivocar. Si la vida me había puesto esta misión por delante, la tenía que cumplir. No tenía nada que perder y tenía mucho que ganar. Mucho billete sobre todo. A la revolución no se la jode con idealismo, se la
jode creando una mafia más arrecha que la bolivariana.

Pensé en hacerme la paja, pero inmediatamente recordé que tenía cinco lucas en cash y estaba en Panamá. No sólo eso, estaba en una Panamá infestada de venezolanos y eso, sin duda, incluía putas venezolanas. No había mejor manera de ponerse al día que interrogar a una puta venezolana.
Salí de la ducha y me cambié. Agarré los reales y las llaves del Audi y estaba por salir cuando vi la laptop e hice una pausa. Una pausa abrupta e involuntaria, de esas que te tira el destino para recordarte que todo está escrito, y que por más que sea, no se puede estar improvisando demasiado por ahí.

La verdad es que tenía seis años pensando en ella. Scarlet. Tan bella. Tan hija de puta putísima, que me había conejeado mientras me ponía a tirar como conejo. ¿Dónde estás, querida?
Creías que te ibas a olvidar de mí para siempre, pero aquí estoy, libre y apoyado por la CIA, la banda criminal más poderosa de la historia… y sabes que voy por ti.

Abrí la laptop y le hice un search a su nombre completo. Salieron un par de viejas locas en EE.UU. que evidentemente no eran ella. Y después salió un perfil de una jeva que podía ser.
Agrandé la foto y sí, la muy perra, ahí estaba, más buena que nunca a sus veinticinco años. Decía que era de California pero vivía en Ámsterdam. 

Comencé a estoquear todas sus fotos, y con optimismo de encucado crónico, noté que no se veía feliz. En algunas fotos sonreía, pero no era esa sonrisa con la que me había vuelto loco. Faltaba algo. Levanté mi mano y le tapé la boca para estudiar sus ojos; la miré fijamente por un largo rato, y sí, se veía triste, incluso en las fotos en las que reía.

Con el pasar de los años, desde que caí en prisión, fui admitiéndome a mí mismo la indiscutible mala intención de sus actos y la magnitud de su plan macabro. Pero siempre pensé que mientras me tumbaba los reales, se había enamorado de mí. Ahora la redescubría llena de una tristeza evidente que confirmaba mi consuelo y mi sospecha.
Si somos honestos hay que reconocer que la chama se fue de paloma estafándome, y esa vaina hay que saberla respetar.
La gente cree que el crimen es fácil. Pero no. Fácil es tener un empleo y cobrar quince y último, para que otro haga dinero con tu esfuerzo y la ley proteja tu esclavitud. El crimen requiere de talento y Scarlet había demostrado que era de las mejores.

Seguí pasando fotos, una tras otra, riéndome de todo lo que vivimos, añorando su piel blanca imperial americana, anhelando respirar sus labios, tocar su cuello, acariciar esas largas pestañas con las que tantas veces rasguñó mi alma.
No había fotos de hombres en su perfil, lo cual era buena noticia, pero no garantizaba nada. No había mucha información. Tampoco parecía puta. El pecho me temblaba por
la emoción de haberla encontrado, pero el asunto también tenía algo de anticlimático: Seis años preguntándome dónde estaba, qué había hecho con mis reales… Seis años
visualizándola llena de remordimientos o sin importarle nada, dependiendo de mis niveles de esperanza. Pero al ver sus fotos no obtenía ninguna respuesta, y mi deseo de mamarle la cuca solo subía a medida que iba pasando las imágenes. Era un
peligro.
Entendí que tenía que cerrar la laptop si no quería perder el coco. Pero justo antes de hacerlo, encontré una última foto que me sacudió por completo: 

Scarlet estaba sentada sobre una bicicleta, lista para pedalear en pleno atardecer de Ámsterdam. Era la misma Scarlet de siempre, pero en esta foto, junto a ella, recostada
sobre su lado……Había una niña.

Debajo de la foto, un texto: “Feliz cumpleaños mi Joanne”.
Joanne.
¿Joanne Planchard?
No puede ser. 

continuará...primera edición Julio 2020


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