30.OCT.20 | PostaPorteña 2159

LA VENGANZA DE JUAN PLANCHARD (III)

Por Jonathan Jacubowicz

 

PANTERA Y EL PRÓSAC

Cuando llamé a Pantera gritó de la emoción.

— ¡Coño, jefe, yo pensé que lo habían matado!
—Nada de eso brother, estoy vivo y llego esta noche a Caracas.
— ¡Qué buena noticia! ¿A qué hora llega?
—A las ocho y media, pero vengo por COPA, de civil.
—No se preocupe que le hacemos protocolo y lo sacamos.

Qué buena vaina. Era de por si humillante regresar a Venezuela en un vuelo comercial, pero al menos Pantera me recibiría como era debido.Al aterrizar en Maiquetía el dólar ya estaba en sesenta y cinco mil, sin exagerar. En plena salida del avión me esperó una morenita con un cartel con mi nombre. Me pidió que la siguiera y pasé directo, sin hacer inmigración.

El aeropuerto como siempre estaba tenso, con todo el mundo alebrestado, varios militares buscando a quién martillar y decenas de bichitos ofreciendo cambiar dólares a todo el que llegaba.
A la morenita le sonó el celular. Vio el número que la llamaba y me lo dio…
—Es para usted –dijo con esa bella sonrisa criolla que yo tanto extrañaba.
Agarré el teléfono, era Pantera.
—Jefe, le mandé chofer y escolta. Dígame para dónde va y si quiere que nos veamos.
Me preocupó un poco. Yo pensaba que me iba a buscar él.
—Ahhh ya… y… ¿es gente de confianza?
—Claro, jefe, es mi propio chofer el que le mandé, no se preocupe.

— ¿Coñoooo, tú ahora tienes chofer? –dije muerto de la risa.
—Noooooo jefe, usted ni se imagina, yo lo que estoy es montado. Vivo cerquita de su casa… en La Lagunita.
Yo no sabía si me estaba vacilando o no, pero cualquiera de las dos versiones me daba mucha risa.
— ¿Es en serio?
—Suba que hay mucho de qué hablar, este país está mejor que nunca.
—Voy saliendo.
—No le mando helicóptero porque el maricón de Oscar Pérez jodió los permisos nocturnos.
—Sí va, sí va, no hay rollo. Gracias.

Según el briefing que me dio la Goldigger, Oscar Pérez era un personaje extraño que había aparecido durante las protestas de hace unos meses, en un helicóptero del CCCP, llamando a la desobediencia civil. Era líder de un grupo de insurgentes que pertenecían a la Brigada de Acciones Especiales (BAE) de la propia policía técnica de la revolución. Desde que apareció en el helicóptero, todo su grupo estaba desaparecido y el gobierno andaba como loco buscándolo. Por eso habían prohibido los vuelos de noche en helicóptero en todo el territorio nacional.

En Maiquetía me esperaban cuatro motos y una Toyota Fortuner blindada. Qué Dios me perdone, pero pensé que si Pantera estaba montado con casa propia en La Lagunita, algo de la revolución seguía funcionando. Quizás la gringa me estaba metiendo mente y, de verdad, la vaina estaba mejor que nunca. Era lo lógico, con el dólar a más de sesenta y cinco mil, y subiendo dos o tres mil a diario, se podían hacer guisos de nivel legendario.

Nos fueron abriendo paso cual caravana presidencial, y así me dieron mi primer tour de lo que quedaba de Caracas: Una ciudad apagada, vuelta leña, sin publicidad, sin carros, con todo el mundo guardado en casa, basura por todos lados, cero rumba… No era la ciudad que dejé. Pero Caracas es Caracas y es mi casa. Así me la destruyan por completo, mientras existan el Ávila y el control de cambio, sigue siendo el mejor lugar del mundo.

Cuando pasábamos por al lado del Concresa, vi un grafiti que celebraba al tal Oscar Pérez. Me puse a buscarlo en Google, el tipo parecía un personaje de Marvel, con rostro de actor de cine, ojos de gato y facciones de blanco pero con piel trigueña. Mientras estaba fugado había sacado varios clips en los que salía armado hasta los dientes, pero siempre dejaba claro que su intención no era violenta. Según pude leer se había ganado el corazón de la resistencia más dura. Pero había un sector de la población que pensaba que era un farsante, un actor contratado por la propia revolución para justificar operaciones violentas contra manifestantes pacíficos.

Yo no sabía qué pensar. Por un lado, crear enemigos ficticios siempre ha sido la estrategia de los Castro. Pero la teoría del Oscar Pérez falso era promovida por algunos de los más sospechoso dirigentes de la oposición. Y ese el enredo diario en el que vivía Venezuela, no se sabía quién era real y quién era infiltrado.

Podía ser que el tipo fuese real y los vendidos te estuviesen convenciendo de que era infiltrado.
Podía ser que fuese infiltrado y los opositores reales estuviesen engañados. Podía ser al revés, o una mezcla. Y todas las posibilidades tenían defensores completamente convencidos de que su versión era la verdadera.

Pantera era funcionario de una vaina nueva llamada Asamblea Nacional Constituyente, según me contó su chofer. Escúchese bien: A pesar de que no sabía leer ni escribir, Pantera estaba entre los encargados de redactar la nueva constitución de la república. Era imposible no amar a ese país.

Cuando me dijo que vivía cerquita de mí en La Lagunita, no exageraba. De hecho, antes de llegar a mi casa tuve que pasar por la suya a saludarlo. Era bien raro para mí que mi antiguo chofer me recibiera como a un igual. Pero de eso se trata el socialismo, todo el que quiere se puede montar, solo hace falta paciencia y aprender a bailar.

Tenía una casa de dos pisos, de las modernas que están detrás del campo de golf. Afuera había dos camionetas con más de doce funcionarios de la Policía Técnica.
Me recibió en la puerta con una camisa de los Lakers y unos shorts enormes, parecía un rapero gringo.

—Jefe de jefes… ¿cómo me lo trata el imperio? –preguntó y me dio un fuerte abrazo.
Era Pantera pero no era Pantera. El guerrero rudo del 23 de Enero se me había refinado. Tenía el rostro exfoliado, unos lentes Prada estilo Kevin Costner en JFK, y olía como si se hubiese echado encima medio pote de colonia Ferragamo. Le lucía bien el dinero pero se le notaba el esfuerzo. Había algo en él que no cuadraba, algo raro que yo no lograba comprender.

—El imperio no trata bien a nadie, hermano, pero no me puedo quejar –dije con sinceridad.
Entramos a la casa y nos recibieron dos morenas de un metro ochenta, preciosas, que nos ofrecieron sendas copas de Prosecco.
Me reí con orgullo, era como ver a un discípulo superando al maestro.

— ¿En qué andas metido, bicho? –pregunté sin parecer muy interesado.
—Yo sólo coordino efectivo, jefe. Tampoco le voy a mentir.
— ¿Los bolívares que están perdidos?
—No vale, qué bolívares. El cash de los tipos, ya no saben dónde meterlo porque los bancos de afuera los chutaron y todo es un peo. Esta casa me la compraron para eso.
— ¿Están lavando cash con propiedades en Venezuela?
Pantera sacudió la cabeza y sonrío.
—Venga por aquí y le explico.
Atravesamos la sala y llegamos a una puerta de hierro blindada. Pantera puso un código y la abrió, y salimos hacia una terraza techada, donde había una piscina cubierta por una  lona, con un trampolín. La puerta de hierro se cerró tras nosotros y quedamos solos frente a la piscina.
—Móntese ahí para que vea la vaina –dijo señalando el trampolín.
Yo no entendía qué clase de juego era este, pero le seguí la corriente y me subí al trampolín.
Pantera me miró orgulloso, se acercó a una pared donde estaba una caja de seguridad, y la abrió con una combinación digital. Adentro había un botón rojo rojito. Puso el dedo sobre el botón, y como un carajito me gritó:
— ¿Tás listo?
— ¿Listo pa qué? –pregunté preocupado.

Pantera apretó el botón y la lona de la piscina comenzó a abrirse. Me tomó unos segundos descubrir qué tenía de particular. Adentro de la piscina no había agua. Había una especie de plástico verde que no dejaba ver bien el interior.
Saqué mi iPhone y encendí la luz para ver mejor, y ahí sí pude reconocer, detrás del plástico, el inconfundible morado nazareno del billete de quinientos euros. La lona se seguía abriendo revelando pacas y pacas de euros. Una cantidad difícil de calcular.

— ¡Siete millones de euros en cash! –proclamó Pantera como quien anuncia un bautizo.
Se me aguaron los ojos. Entre una vaina y la otra, en mi buena época yo me había montado en cinco palos de cash verdes y más o menos lo mismo en propiedades. ¡Este pana tenía siete en euros, tirados en la piscina!
— ¿Qué locura es esta, brother?
—El cash es lo que se está moviendo, hermano. Nadie sabe qué hacer con él porque le han congelado las cuentas a un poco e’ gente y, desde entonces, se le pide a todo el mundo que pague en efectivo.

— ¿Y a quién le estás cuidando tú ese dinero?
—Eso sí no se lo puedo decir, en parte porque no lo sé.
Pero sí le digo que el mejor negocio que hay ahora es cuidar dinero. Le dan a uno su parte y uno no tiene que hacer es nada.
Se me ocurrían una gran cantidad de inconvenientes logísticos a la hora de manejar cash, y ni hablar del enorme riesgo que había de perderlo todo. Quien sea que tuviese a Pantera cuidando esa cantidad, no lo hacía por gusto.
—Dicen que hay ciento sesenta piscinas como estas en Caracas –siguió–, y varias olímpicas en el interior. Pero no sólo eso, tengo panas que hasta se roban carros para llenarlos de efectivo y enterrarlos en el monte. Hay edificios abandonados en Vargas que están forrados de billete por dentro, y parece que los seis pisos de arriba del Hotel Humboldt están llenos de cash.
Sonreí y me bajé del trampolín para darle un abrazo.
—Qué arrecho mi bro –dije y se me aguaron los ojos.
—Se le extrañaba, jefe, no entiendo por qué no llamó. ¿Se le puede ofrecer un Power Ranger?
—Con gusto –respondí sin estar seguro de lo que hablaba.
Cerró la lona sobre los euros y pasamos a la sala. Sacó una botella de Anís Cartujo y sirvió dos vasos. Después abrió una nevera y agarró un pote de yogurt de fresa. Lo destapó y lo vació sobre el anís. Me dio uno de los vasos y brindamos.
Nunca había tomado esa combinación tan nutritiva, pero me pareció de lo mejor. Era como cenar y rumbear a la vez.
— ¿Y cómo es ese peo de la constituyente? –pregunté.
—Yo no sé muy bien cómo es la vaina. A veces me piden que vaya y me siento ahí, a escuchar, y levanto la mano y voto.
Pero no es mucho trabajo.
— ¿Pero están haciendo una nueva constitución?
—No que yo sepa. Eso se montó por las protestas, para ayudar a Maduro a calmar al país, usted sabe que al tipo no se le mueve mucho la materia gris y casi todo el mundo lo quiere out. Con la ANC le quitaron un poco ese peso de encima.
—Yo estoy súper desconectado, después de lo que pasó…

“Lo que pasó”. Qué heavy todo lo que pasó. Era más fácil asimilarlo en una cárcel gringa que en Caracas. Parte de mí quería llegarse al Cafetal para abrazar a mi mamá, sentarme a ver tele con mi papá y dejarlo que me armara un peo, comer carne mechada y escucharlo hablar sobre Vitico Davalillo, Mano e’ Piedra Durán, David Concepción. Era imposible comprender sus ausencias. Si al menos tuviese a uno de ellos.

Pero no, a nadie… No tengo a nadie en este país… Soy Juan el huérfano. Debería ir al apartamento a recoger mis vainas, a despedirme del hogar en el que me crié. Pero no, no estoy preparado. Posiblemente nunca lo estaré.
—Lo entiendo, jefe, lo que vivimos nosotros fue muy fuerte para todos, no me imagino para usted.
Era evidente que todo el episodio de la captura y el asesinato de mi madre, con tiroteo en Los Sin Techo incluido, había tenido un impacto emocional sobre Pantera. Y me sentí mal por eso. Es tan horrible el capitalismo que uno piensa que los empleados que viven vainas con uno, sólo están de acompañantes. Como si esas experiencias que uno comparte con ellos no fueran parte fundamental de sus vidas.

—Deme un segundo y le traigo un recuerdo –dijo y salió de la sala.
Miré alrededor…. La casa de Pantera. Nunca, bajo ningún escenario tradicional, en ningún país del mundo, esa casa podría terminar en manos de un analfabeta humilde como él, salvo que fuese pelotero o estrella de algún otro deporte. Sólo el socialismo te puede montar en los millones, sin importar quién eres, siempre y cuando cumplas con las reglas del juego.
Por ese sueño había vivido y había muerto El Comandante.

Pantera volvió y puso un maletín sobre la mesa.
— ¿Se acuerda?
Miré el maletín pero no vi nada particular.
Pantera le dio la vuelta y lo abrió, revelando varias pacas de cien dólares.
—Usted me lo dio, jefe, el día que se fue. 

Me acordé de la vaina. Como pago por toda la locura le regalé cien mil dólares a Pantera, y me dijo que no los iba a tocar, porque ese dinero estaba maldito.
— ¡Qué bolas! ¿De pana no te lo gastaste?
—No, jefe, yo sentía que ese dinero estaba como embrujado. Y la verdad es que, al poco tiempo, me fueron saliendo oportunidades y pensé que lo correcto era guardarlo para cuando usted volviera.
Lo miré con duda.
— ¿Me lo estás devolviendo?
Pantera cerró el maletín y me lo ofreció.
—Bien cuidado, jefe. No lo toqué cuando lo necesitaba, menos lo voy a tocar ahora que estoy tranquilo.
Miré el maletín sin agarrarlo.
— ¿Y todavía crees que ese dinero está maldito? –pregunté.
Pantera me miró con una sonrisa débil, y entendí qué era lo que no cuadraba con él: El tipo estaba triste. El hombre duro, jodedor, sanguinario y leal que conocí, se la pasaba feliz cuando vivía en el 23 de Enero. Ahora tenía todo lo que no tenía antes, pero era como que no supiese qué hacer con lo que tenía, y añorase todo lo que perdió.
—Todo dinero es maldito, jefe. Uno lo que tiene es que gastarlo y ya.
Si el socialismo fuese una religión, ese sería el estado más elevado, cuando terminas de acostumbrarte a ser millonario y descubres que nada de eso te hace feliz.
—No te veo muy contento –dije casi como chiste. Pero a Pantera le pegó el comentario. Estaba francamente deprimido, era algo insólito.
—Fíjese jefe, después de unos días aquí usted verá con sus propios ojos el problema.
— ¿Cuál problema?
Pantera miró al suelo y luego al techo, como recordando. 

—Cuando vivía El Comandante la gente estaba contenta. Era como que cada quién tenía lo que quería. Los revolucionarios como usted hacían sus negocios, la clase media tenía sus dólares de CADIVI y los pobres teníamos a Chávez, que nos hacía sentir importantes, aunque nos estuviésemos mordiendo un cable.

—Y ahora…
—Ahora hay dinero para los revolucionarios, no me voy a quejar. Pero la gente en la calle está en el chasis. Yo antes iba pa’ los bloques y la gente me abrazaban. Ahora me miran con arrechera, me piden real para comer… El otro día vi a un vecino comiendo basura con su señora… Gente decente, jefe.
A veces me provoca vaciar esta piscina, repartir los reales en el 23 y pegarme un tiro.

El tipo estaba más enrollado que pantaleta de puta, pero claramente tenía su punto. Yo siempre dije que la revolución era un asalto al país por voluntad de las mayorías, y que eso la convertía en una cultura. ¿Pero qué pasa cuando el pueblo ya no quiere a los asaltadores? ¿Qué pasa si los asaltadores dejan de repartir el botín y se lo quieren quedar para siempre, aunque eso implique matar al pueblo de hambre?

Sonó su celular y agarró la llamada. Escuchó una información y reaccionó…
— ¡Ay coño! –dijo preocupado. Colgó el teléfono y me miró con cierta paranoia.
— ¿Pasó algo? –pregunté ocultando mi tensión.
—No, jefe, pasa que… se escapó Ledezma.
Según había leído en el briefing de la Goldigger, Antonio Ledezma había ganado las elecciones para la Alcaldía de Caracas hace unos años, y Maduro lo había metido preso en venganza.
— ¿Se escapó pa’ dónde? –repliqué.
—Pal’ coño, acaba de cruzar la frontera con Colombia. Y un costilla mío era uno de los guardias que lo vigilaba. Se lo están llevando al Helicoide.

—Virga…

—Se puede poner caliente la noche, jefe, mejor vaya para su casa.

Pantera me entregó el maletín y pasó los próximos cinco minutos suplicándome que no dijese nada sobre los euros que vi en la piscina. Era como si, de repente, no confiara en mí.
Le dije que no se preocupara. Quedamos en vernos en unos días para hablarle de un business que yo estaba montando con una cementera, y me dijo que él, de entrada, quería meterse en lo que sea que yo le plantease, que contase con él. Le di un fuerte abrazo y me despedí con nostalgia.

 El buen Pantera se había convertido en un millonario con depre que añoraba tomar su Power Ranger en los bloques del 23.
Supongo que pronto descubriría el Prósac, iría a un psicólogo o a un coach de vida, a que le recetasen Flores de Bach.
Pero bueno, allá él, yo no tenía ni un par de horas en territorio nacional y ya estaba cien mil dólares arriba. Y así arranqué, contento, para mi casa…
Pero casi me da un infarto cuando llegué.

MI CASA BIEN EQUIPADA

Mi casa la diseñó Villanueva para una familia de cuatro o cinco personas. No niego que es muy grande para un hombre soltero como yo. Incluso en las noches que pasé ahí con Scarlet, se sentía vacía. Pero nunca imaginé que en ella podrían vivir más de siete personas, quizá ocho contando a la señora de servicio y al chofer. Pero bueno, cuando abrí la puerta me encontré con al menos cincuenta personas viviendo en ella. Tanto el vigilante como la cocinera, la masajista y el jardinero; todos mis empleados se habían mudado con sus familias. Cada familia había agarrado una de las cuatro habitaciones y había carajitos corriendo por toda la sala.
Sonaba “La Vida es un Carnaval”, de Celia Cruz, y una pareja de adolescentes, que yo no conocía, bailaba pegado haciendo sebo en el comedor.

Era evidente que todos tenían años viviendo ahí, pero aunque me hirvió la sangre de la arrechera, era difícil culparlos: Yo me había desaparecido. Hace media década que no pagaba sus salarios, ni se sabía nada de mí. Lo mínimo que podía hacer mi gente fiel era disfrutar de las instalaciones mientras yo regresaba. Si es que regresaba.

No quise caer en polémica. Les dije que tenían una semana para desalojar, y me fui.
Le pedí al chofer de Pantera que me llevase al Hotel Alba Caracas. Si me iba a meter en la boca del lobo, habría que dormir dentro de ella.

Tardé como media hora desde La Lagunita hasta los Caobos. Tenía el coco volteado; Pantera vivía como rico y mi casa era el nuevo 23 de Enero. Le pedí al chofer que pusiese 92.9 en la radio y se cagó de la risa. Me enteré que Maduro la había cerrado. A donde miraba encontraba más detalles como ese que hacían irreconocible a la ciudad en la que me crié.
Llegué al hotel y se me subió un poco el ánimo. Había gente de todo tipo en el lobby: Por un lado estaban los rusos, con sus comitivas oficiales que parecían de la mafia o de la KGB. Por otro lado los chinos de siempre, que ya habían aprendido a hablar español. Después estaban los Guerrilleros de las FARC, vestidos de civil y de lo más elegantes. Y al final, separados de todos, un grupo del medio oriente que supuse incluía turcos, sirios, libios, palestinos, libaneses e iraníes.

Por muchos años ese Hotel fue la sede del Caracas Hilton, una de las glorias de la Venezuela Saudita. El edificio había sido construido en el lugar donde quedaba la Seguridad Nacional de Pérez Jiménez, uno de los ídolos fachos de Chávez, y por eso El Comandante le puso el ojo desde el principio. En el 2007 finalmente se lo paleó y lo rebautizó como Hotel Alba, y desde entonces se convirtió en residencia central para el alto mando de las FARC, Hezbollah y demás miembros estratégicos de la revolución. Incluso Ramiro Valdés se residenció ahí por muchos años, mientras montaba el
servicio de inteligencia Cubano-Venezolano.
Con casi setecientas habitaciones, no fue difícil que me dieran una, a pesar de no tenerla reservada. Le di unos reales adicionales a la jeva del counter y me dio una suite con vista a la piscina.

Me eché una ducha y me acosté un rato, pensando en lo complicado de mi nueva realidad: Antes de ser revolucionario, odiaba a la revolución. Al convertirme en uno, comencé a despreciar a la oposición

Pero ahora, ¿quiénes son mis aliados? ¿Me tenía que hacer pasar por revolucionario para complacer a la CIA, o tenía que hacerme pasar por agente de la CIA, frente a los gringos, para poder coronar con mis camaradas? Era un dilema existencial, y lo peor es que así estaba medio país: sin saber quién estaba con quién.

Encendí una vara que me dio Pantera y miré por la ventana. El hotel tenía dos piscinas. Puse atención y vi una vaina rarísima: Las piscinas estaban separadas por barreras de plantas ornamentales. De un lado estaban las mujeres y del otro los hombres. En el lado de los hombres habían algunas mujeres. Pero en el lado de las mujeres, todas eran musulmanas. Era como estar en un hotel en el Medio Oriente, pero en pleno corazón de Caracas. Obviamente decidí bajar a ver esa escena de cerquita.

Cogí el ascensor y llegué al nivel de la piscina y caminé con naturalidad, como si estuviese buscando a alguien. A mí alrededor, los sospechosos habituales del planeta se divertían, relajados, entre whiskys y té de menta… Cubanos con norcoreanos, iraníes con bielorusos, etarras con chinos… La revolución había convertido a Caracas en la capital anti imperial que siempre soñó El Comandante.

— ¿Juan? –me llamó una voz y sentí un escalofrío.
Carlos Avendaño… mi pana de la Universidad Metropolitana, mi pana de Procter & Gamble, a cuya boda había ido con Scarlet en la Quinta Esmeralda.

— ¡Qué bolas, brother! ¡Tú sí estás perdido! –añadió.
El carajo estaba con dos chamos de la Metro, tomando vodka con un grupo de rusos. Yo no sabía si sonreírle o ponerme a llorar.
— ¿Qué haces tú aquí, brother? –le dije sin poder disimular.

Se echó a reír y me explicó que se la pasaba ahí metido, y me presentó a sus panas y a los rusos. Después me invitó a caminar hacia la barra y pudimos hablar en privado.
— ¿Te saliste de Procter? –le pregunté con genuina curiosidad.
Hizo un gesto de resignación sentimental y respondió:
—Esa vaina se fue de aquí hace rato, hermano. Yo no me quise mudar a las nuevas sedes en Panamá y en Seattle. Aquí tengo a mis viejos y no se quieren ir.
— ¿Y estás haciendo negocios?
—Coño sí, brother. Uno se tiene que adaptar y la verdad es que hay muy buenas oportunidades. ¿Tú en qué andas?
—Tengo un proyecto con arena, pero necesito un contacto con una cementera local y, como tengo tiempo afuera, me vine a buscar socio.

—Coño yo de cemento no sé mucho, pero puedo preguntar

.— ¿Has escuchado de una rusa llamada Natasha Sokolova?

— ¿Prepago?
—No, bro, una dura que anda montada en un guiso precisamente de cemento.
—Ah sí, algo me suena de una jeva que he visto por ahí. Pero no la conozco.
—Si averiguas cómo llegarle te paso una vaina.
—Dale, seguro pana –dijo con una sonrisa –, da gusto verte bro, sabes que aquí hay mucho bichito, es bueno encontrar gente de confianza.

Miré alrededor tratando de entender esta nueva Caracas. Estudié a sus socios, y luego a él, y poco a poco fui teniendo una revelación que me dejó loco: En varios de los grupos que estaban por toda la piscina, había carajitos oligarcas de Caracas, chamos que antes nunca hubieses imaginado en estas lides; relajados, haciendo negocios, sin nervios, como si nada.
Era una imagen que no tenía sentido para alguien como yo, pues iba en contra de todas mis concepciones de la revolución.
Además, le quitaba todo lo cool, todo lo emocionante…

—Y qué… ¿Tienes varios panas metidos en esto? – pregunté.
—Coño men, al que no se ha ido no le queda otra. Aquí todo el mundo se adaptó.
— ¿En serio? ¿Tú me estás diciendo que hay un poco de chamos del Country metidos en la revolución?
—No queda otra, brother. Ya no hay industria, la empresa privada murió, nada que hagas en bolívares tiene sentido, y todos los dólares y los euros los tienen los rojos.
Eso sí no me lo esperaba. Una alianza revolucionaria con la oligarquía tradicional era impensable en mi época, el resentimiento social era la razón de ser del Comandante. ¿Cómo iban a unirse con los ricos de cuna? 

—No te voy a caer a coba –continuó–, casi todo el mundo se fue. Como dos o tres millones. Yo prácticamente no tengo panas aquí. Pero lo que sí te digo es que los que están en Caracas y no están metidos en la movida, ya sea porque son idealistas o porque no se les ha dado, lo que están es mamando duro. Gente como uno, bro, pero pasando hambre que no te puedo ni explicar.

— ¿Y quién te ayudó a entrar en este peo?

—Coño hay un pana que se llama Ratael Latraba, a lo mejor te acuerdas de él.
— ¿Draculito? ¿El de la Católica?
— ¡De bolas! El que guisaba con el Barça…
—Claro…
—Bueno, a ese bicho lo acaban de nombrar Gobernador de Carabobo, tiene rato súper conectado. Y él mismo te dice que le entres, que hay que sacar a los niches de la revolución. Hay una poco de panas que, bueno, son chamos bien y tal, y han entrado a través de él.
—Qué arrecho…

Sin duda era otra época. Me sentí extranjero en mi propia tierra, pero solo por un momento. La verdad es que yo tenía más en común con Avendaño que lo que había tenido con los analfabetas funcionales que rodeaban al Comandante. Aunque él era del Country y yo del Cafetal, estudiamos juntos y después trabajamos en la misma empresa; y eso nos hacía hermanos de clase social. Si la revolución había mutado para hacerse más inclusiva, pues mejor para todos.

A mí Avendaño siempre me había parecido un carajo depinga y ahora que había renunciado a ser conejo, me parecía más depinga que nunca. De hecho subimos al cuarto y nos caímos a pases por un buen rato, recordando pendejadas, y hablando de negocios.
Me contó que estaba metido en la explotación del arco minero. Al parecer, su empresa sacaba toneladas de oro que los rusos se llevaban para vendérselas a los turcos en euros en efectivo. Un negocio completamente paralelo a la banca gringa
y europea, por lo que no había riesgo de sanciones. Además mi vieja amiga, la Diputada Endragonada, le entregaba malandros que sacaba de las cárceles, y su empresa los ponía a trabajar en las minas.

—Ni siquiera les tengo que pagar, brother –dijo con orgullo–, porque son presos. Esclavitud a la antigua, hermano, si no trabajan, no comen. Y lo mejor es que los malandros son medio chavistas, así que te puedes desahogar con ellos y hasta
echarles plomo cuando te acuerdas de la arrechera que te da toda esta vaina.

Sonaba a paja, honestamente. Eso de que haya esclavos en Venezuela, y que la revolución se los facilite a los oligarcas para que saquen oro, era imposible de aceptar. Pero lo más interesante era su visión de las cosas.

A diferencia de la puta con postgrado, Avendaño no me veía como culpable de la
debacle de la nación. Sus palabras transmitían una especie de solidaridad entre aquellos que se han visto obligados a guisar para sobrevivir, porque esas son las reglas del juego. Para él, la arrechera había que descargarla contra los que votaron por
Chávez, así fuesen esclavos. Nosotros éramos víctimas del voto de las mayorías, y simplemente decidimos adaptarnos a la realidad.

A la mañana siguiente, el dólar ya estaba en setenta y tres mil. Sin paja, había subido de cincuenta y dos a setenta y tres en menos de una semana.
Pero lo mejor no era eso. Lo mejor fue que cuando bajé al bufete a desayunar recibí un whatsApp de Avendaño diciendo que, a través de la mafia del arco minero, había conseguido a la rusa, y podíamos cenar con ella esa misma noche.(continúa)


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