28.MAY.21 | PostaPorteña 2207

SIN CABALLO Y EN MONTIEL (II)

Por R.J.B.

 

Volviendo al tema de las reflexiones -y repercusiones- de esta pandemia, lo primero que salta a la vista es la extrema fragilidad estructural de los sistemas de salud que operan en el mundo, tanto de los públicos como de los privados, dramática situación que se traduce en el colapso de los mismos. Esto debido a que en la casi totalidad de los países, la organización y el funcionamiento de estos sistemas están diseñados con mentalidad mercantil. Así, las estructuras que los sostienen están concebidas como un negocio y no persiguen otro propósito que el de acumular ganancias para beneficiar a los empresarios que manejan la industria de la salud en todas sus vertientes, sean globales o regionales. Y al decirlo, me refiero a todo el espectro, desde los laboratorios -grandes, pequeños y medianos- hasta los centros de atención privados, pasando por las clínicas particulares y todos los engranajes necesarios -humanos, tecnológicos, fabriles y de investigación- que hacen posible ese gran negocio.

Todo este montaje va en detrimento de la Salud Pública, que, en países como el Uruguay, más que un servicio, representa una especie de castigo para quienes por su condición de outsiders o informales, no pueden ser socios de una mutualista -o, para decirlo en argentino, de una obra social-. Y aunque nos hemos cansado de escuchar las bondades del SNIS (Sistema Nacional Integrado de Salud), surgido de la reforma que, en su primer gobierno, implementara el Frente Amplio, lo cierto es que, más allá del disfraz y de los discursos de autobombo político, las principales beneficiadas de la misma fueron las instituciones privadas o sociedades médicas y no los usuarios. En efecto, en lugar de mejorar la atención de estos últimos, esos prestadores de salud se lanzaron a una puja casi demencial, invirtiendo enormes cantidades de dinero en publicidad para así poder incrementar la cantidad de asociados.

El resultado está a la vista: contamos con un sistema estructural de atención médica atado con hilo de coser -ni siquiera con alambre- que refleja todas las inequidades de nuestra sociedad. Por un lado, en uno de los extremos, dos o tres centros de atención exclusivos para los más pudientes; en el otro extremo, los ruinosos servicios públicos para los excluidos sociales y en el medio, una amplia faja del mercado que dispone de una cobertura ineficaz, tardía e insuficiente. Acaso debería aclarar que, cuando me refiero a las ineficiencias del sistema, no aludo a las personas que trabajan en la Salud de este país -nurses, enfermeras y enfermeros, instrumentistas, acompañantes, buena parte del personal médico y muchos otros etcéteras- quienes por las condiciones en que deben desempeñar sus tareas y las remuneraciones que perciben, revistan entre las víctimas y no juegan en el equipo de los victimarios.

Víctimas y victimarios, de eso se trata siempre, pero tal vez, para entenderlo mejor, tenemos que bucear en la Historia y remitirnos a lo que ocurría a principios del siglo XX, cuando las que hoy conocemos como “medicinas alternativas” hacían parte habitual de la práctica de los profesionales médicos.

Eso cambió cuando el magnate del petróleo, John D. Rockefeller, a través la Fundación Carnegie Illuminati, contrató al educador Abraham Flexner para que se ocupara de investigar las escuelas de medicina que funcionaban en los Estados Unidos y Canadá, con el propósito de elaborar un informe acerca de la idoneidad de las mismas. El resultado, conocido como el Informe Flexner, fue publicado en 1910. A partir del mismo la AMA (American Medical Association) y la Asociación de Colegios Médicos Americanos (AAMC), entre 1910 y 1925, hicieron cambios radicales, tanto en la enseñanza como en la práctica de la medicina. Aparte de la deleznable recomendación de eliminar a las mujeres y a las personas de color del servicio médico, el Informe Flexner significó un antes y un después en la medicina, aportando cambios sustanciales que se mantienen hasta hoy.

En primer lugar, el énfasis biológico de la disciplina, o sea, la separación de cuerpo y mente en los tratamientos. En segundo lugar, se pasó a la departamentalización de la medicina, es decir, su división por especialidades y subespecialidades en oposición a la “medicina integral”. Y otro de sus “aportes” fundamentales fue el uso de fármacos como tratamiento de base para las enfermedades.

A pesar de las innumerables críticas recibidas desde su surgimiento, el Informe Flexner se impuso como paradigma de la medicina moderna. La mayor parte de sus detractores partieron de la base de que no fue una coincidencia el hecho de que John D. Rockefeller financiara un estudio que dio preferencia a los tratamientos farmacológicos en un momento en que se acababa de descubrir la manera de hacer medicamentos a partir del petróleo.

La doctora canadiense Ghislaine Lanctot, autora del libro “La mafia médica”, señaló en una entrevista para Discovery Salud, que “la estrategia consiste en tener enfermos crónicos que tengan que consumir todo tipo de productos paliativos, es decir para tratar solamente los síntomas. Esto es, medicamentos para aliviar el dolor, bajar la fiebre, disminuir una inflamación, pero NUNCA fármacos que puedan resolver una dolencia. Eso no es rentable.”

La publicación de este libro le costó a la doctora Lanctot la expulsión del Colegio Médico y el retiro de su licencia para ejercer la medicina. En su trabajo, Ghislaine Lanctot explica cómo las grandes empresas farmacéuticas controlan no sólo la investigación sino también la docencia médica y cómo fue concebido el Sistema Sanitario que nos rige, basado en la enfermedad y no en la salud. Asimismo, refiere cómo, en el año 1977, la Declaración Alma Ata otorgó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) los medios para extender a todo el mundo el Informe Flexner.

De esa manera se quitó a los países sus respectivas soberanías en materia médica para supeditarse a un gobierno mundial cuyo ministro de sanidad es la OMS. De inmediato, la doctora Ghislaine Lanctot se pregunta: “¿Pero quién dirige la OMS? Nadie más que los financieros mundiales y las industrias farmacéuticas” -responde. “Se trata de un monopolio mundial y ¡cuidado con aquel que se oponga! La inquisición continúa…”

Pero como en estos días, todo colapsa en el mundo y no sólo la salud, se impone un análisis más amplio y certero, capaz de profundizar en las razones que provocan las enormes desigualdades que afectan la vida y las condiciones sanitarias de la mayor parte de las personas. Un análisis que exponga todas las falencias de la perversa ingeniería económica que impera para sostener el dominio de los privilegiados.

En 2008 y ante la crisis financiera global, que se inició dos años antes en los Estados Unidos a partir del colapso de la llamada burbuja inmobiliaria, nos acostumbramos a la utilización de ese término. Gran eufemismo o acaso, una suerte de magia artera para definir lo que aparentaba ser y no era o, mejor, una realidad sin sustento que acabó por convertirse en la guillotina que decapitó a millones. En definitiva, la burbuja pasó a ser sinónimo de estafa o inescrupulosa operativa financiera, de algo inflado con el propósito de producir grandes ganancias. Y ahí está el asunto, nos han acostumbrado a vivir entre burbujas. Efímeras burbujas de todo tipo, color y tamaño: financieras, informáticas, laborales, sanitarias, sociales, políticas, culturales, deportivas y cualquiera que se nos pueda ocurrir.

Así nos arriendan un poco de breve felicidad -o esperanza- y pletóricos, flotamos dentro de una burbuja que crece y se expande surcando el aire. Ignoramos o acaso preferimos no saber lo frágil e inconsistente que es la textura que nos alberga y damos por descontado que ese estado de confort es seguro y duradero. Y sin embargo, basta que cambie el viento o se atraviese una insignificante ramita de un árbol, para que la inflada burbuja explote y tras el estallido, nos encontremos precipitándonos al vacío.

En esta hora no es difícil inferir que un impensado y calamitoso temporal ha barrido con todas las burbujas que, en apariencia, daban sentido a nuestras existencias. Y entonces, desconcertados e inermes, somos incapaces de detener la vertiginosa caída hacia un oscuro precipicio que parece no tener final. Miedo, incertidumbre, desconfianza; cada cual vive su drama y no existen recetas ciertas para la salvación.

No hay talismanes ni rezos, ni tampoco fórmulas -ni siquiera vacunas- que signifiquen un salvoconducto para evitar la enfermedad. Según se anuncia en las noticias, la plaga se expande y no respeta fronteras, tampoco edades ni condición social.

Por más que nadie las desea, las situaciones límites suelen confrontarnos con la realidad y por tanto, exponen lo mejor o lo peor de cada individuo. Nos sacuden y conmocionan, muestran nuestras virtudes y falencias; nos obligan a reflexionar y a cuestionarnos. Lo mismo sucede con los gobiernos y sus conductores. Algunos se empeñan en negar el desastre y reman en contra de la corriente; otros -muy pocos- priorizan la salud de sus ciudadanos y tratando de ganar tiempo para dotarse de los recursos apropiados, se preparan para el combate. Y también están los que equivocan el rumbo y apostando todas las fichas al capital y los emprendimientos privados, dan preferencia al “motor de la economía”.

Hay motivos para creer que este virus -como otros- fue provocado y más allá de que, difícilmente, eso se pueda comprobar, lo que debe imponerse es un severo análisis sobre esta fábrica de burbujas en la que nos vemos forzados a vivir.

Burbujas. Los parámetros que rigen el mundo financiero resultan tan inconsistentes como cambiantes y terminan por convertirse en una gran timba universal. La salud de un primer mandatario o el estallido de una guerra en un remoto lugar del planeta, pueden significar el derrumbe de los mercados -con sus consabidas repercusiones en las economías de las naciones- o el alza sideral en los precios de determinado producto. Así, mientras desde las alturas, la mayor parte de los economistas aportan una visión aséptica sobre los vaivenes del mercado, la resultancia es clara: los ricos cada vez más ricos y los pobres cada vez más empobrecidos.

Da para pensar y hasta miedo da hacerlo. ¿Cómo fue que permitimos tanta manipulación? ¿Cómo es que, ni siquiera, nos permitimos sospechar?

Sospechar de todo y de todos. De los financistas; de las reglas del mercado; de los economistas al servicio del Gran Capital; de los capataces políticos locales y de quienes les seleccionan para gobernarnos; del FMI; de los fondos de inversión; de la OMS; de los informativistas serviles y mediocres; de los especuladores; de los servicios secretos; de las agencias de (des)información; de todas las alianzas políticas; de los burócratas gremiales; de los laboratorios; de la democracia representativa; de quienes adulteran la Historia y de los que, creyéndose, la repiten. Sospechar, sí, de las multinacionales; de aquel que dice una cosa y al rato, nos dice otra; de las tiranías; de los gobiernos de derecha y de los gobiernos “progresistas”; de las pasteras; de los gobernantes que firmaron contratos suicidas con esas pasteras; de quienes representan al capital y lo defienden; de las agencias de publicidad; de “los patrones buenos”; de los sondeos de opinión pública; de los encargados de administrar justicia; del clero; de las sociedades secretas con sus ritos iniciáticos; de la OTAN, de la ONU y de la OEA.

Sospechas y más sospechas, eso se impone a esta hora. ¡Desconfiar! No ser pasivos ni crédulos, tampoco tolerantes. Desconfiar de las campañas de caridad; de los dueños de los canales de televisión y de los encargados de sus programaciones; de quienes denuncian la traición y se cansaron de traicionar; de las promesas electorales; de los acomodaticios; de los títeres de la “farándula”; de las roscas culturales; de los fabricantes de armas; de los que manejan la industria del entertainment entodas sus vertientes, invirtiendo sumas siderales para entretenernos -a toda hora- para paralizarnos, para que no pensemos ni actuemos.

Por consiguiente, indignarnos y desconfiar de las verdaderas intenciones que motivan a aquellos que pagan cantidades inmorales a los futbolistas de élite y a los basquetbolistas de la NBA, y a los tenistas del primer nivel o a los golfistas, y a todos los aurigas modernos que son parte del espectáculo.

Sospechar, desconfiar y hasta renegar de los tratados de libre comercio; de la industria cinematográfica; de las aseguradoras; de las entidades bancarias; de los ex ministros de economía que benefician a sus familiares; de los proveedores de Internet; de las asociaciones rurales; de los círculos militares; de las logias; de los ex presidentes que allanan el camino para que sus hijos empresarios dominen el mercado de las terminales del dinero plástico; de los que van a la Iglesia pero nos mienten; de los que no rezan y también mienten.

Víctimas y victimarios. Vivimos en cautiverio, confinados en burbujas que nos impiden accionar. En tanto, los buitres sobrevuelan acechandonos.

R.J.B.


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