Por Rodolfo Crespo (segunda y ultima parte)
En el capitalismo no todo trabajo es trabajo productivo; los “trabajos” realizados en el sector de los servicios, la informática, etc., independientemente que sean “útiles” o no, no son “trabajo productivo” en el sentido capitalista. Naturalmente, no hablamos aquí de la utilidad real del trabajo, porque este nivel está ausente de la lógica de la valorización.
El único trabajo productivo en el sentido capitalista es aquel que crea plusvalía que puede ser reinvertida. Los demás trabajos no hacen otra cosa que consumir las rentas de quienes los pagan. Si voy al sastre para que me confeccione un traje para mi propio uso, no se trata de un gasto productivo y el sastre no ha hecho un trabajo productivo en el sentido capitalista.
Si empleo el mismo dinero como salario para pagar a obreros de la confección cuyos trajes revendo, entonces sí se trata de un trabajo productivo. La prueba es el hecho de que el primer gasto, si lo repito un número lo bastante grande de veces, me deja sin dinero, mientras que el segundo, después de varias repeticiones, debería de hacer de mí un hombre rico a causa de la plusvalía arrebatada a los obreros.
El capitalismo no puede renunciar por completo a los trabajos “no productivos”. Pero dado que solo el trabajo productivo constituye su esencia, el capitalismo trata por todos los medios de limitar los trabajos no productivos y transformarlos todo lo posible en trabajos productivos
La distinción entre trabajo productivo y no productivo de un trabajo no se puede identificar con su contenido material o inmaterial, no se puede decidir en un caso aislado si un trabajo es productivo o no; esto depende de su posición en el proceso completo de reproducción.
Solo a nivel del capital global se ve el carácter productivo o no productivo de un trabajo: las personas que dentro de una empresa se encargan de la limpieza o de la contabilidad, por ejemplo, son trabajadores no productivos. Constituyen un mal necesario para la empresa.
Su organización en empresas especializadas que ofrecen sus servicios a otras empresas, que entonces ya no emplean trabajadores fijos para esas tareas, crea plusvalía para los propietarios de dichas empresas de servicios y constituye el secreto de lo que se llama “tercerización”.
Pero estas ganancias para los capitales particulares se anulan a nivel del capital global, donde dichas actividades representan siempre una deducción de la plusvalía realizada por el capital productivo.
Para que un trabajo sea productivo, es preciso que sus productos retornen al proceso de acumulación del capital y que su consumo alimente la reproducción ampliada del mismo capital, siendo consumidos por trabajadores productivos o convirtiéndose en bienes de inversión para un ciclo que efectivamente produzca plusvalía.
Dada la disminución visible del trabajo en el mundo contemporáneo y el encogimiento invisible del trabajo productivo, solo una parte muy pequeña de las actividades que se desarrollan en el mundo crean plusvalía y siguen nutriendo al capitalismo
Para el marxismo tradicional en todas sus variantes, la contradicción fundamental del capitalismo es la que se da entre capital y trabajo asalariado, entre trabajo muerto y trabajo vivo. Para la crítica del valor la contradicción fundamental del capitalismo no es el conflicto entre el capital y el trabajo asalariado, porque desde el punto de vista del funcionamiento del capital, el conflicto entre capitalistas y asalariados es un conflicto entre los portadores vivos del capital fijo y los portadores vivos del capital variable; por tanto, un conflicto inmanente al sistema mismo.
Para la crítica del valor esta oposición no es, por el contrario, más que un aspecto derivado de la verdadera contradicción fundamental del capitalismo que es la contradicción que se da entre el valor y la vida social concreta.
La lucha de clases fue la forma de movimiento inmanente al capitalismo, la forma en la que se desarrolló la base aceptada por todo el mundo: el valor.
El desarrollo lógico, que comienza con la contradicción interna de la mercancía y luego deduce todas sus consecuencias, considera las clases sociales, y sobre todo las dos clases por excelencia: la de los capitalistas y la de los trabajadores, no como las creadoras de la sociedad capitalista, sino como sus criaturas, no son sus actores, sino que son activados por ella. Como el dinero y la mercancía no pueden “ir por sí solos al mercado, ni intercambiarse por sí mismos” es esto lo que, en el plano lógico, genera las clases.
En su nivel más profundo, el capitalismo no es el dominio de una clase sobre otra, sino el hecho de que la sociedad entera está dominada por abstracciones reales y anónimas. Desde luego hay grupos sociales que gestionan ese proceso y obtienen beneficios de él, pero llamarles “clases dominantes” significaría tomar las apariencias por realidades. Marx no dice otra cosa cuando llama al valor el “sujeto automático” del capitalismo.
Son la valorización del valor, en cuanto trabajo muerto, a través de la absorción del trabajo vivo, y su acumulación en forma de capital las que gobiernan la sociedad capitalista, reduciendo a los actores sociales a simples engranajes de ese mecanismo. La propiedad privada de los medios de producción y la explotación de los asalariados, el dominio de un grupo social sobre otro y la lucha de clases, aunque son sin duda reales, no son sino las formas concretas, los fenómenos visibles en la superficie, de ese proceso más profundo que es la reducción de la vida social a la creación de valor mercantil.
Las clases no existen más que como ejecutoras de la lógica de los componentes del capital, el capital fijo y el capital variable. Las clases no se encuentran en el origen:
El capitalista funciona únicamente como capital personificado, el capital como persona, del mismo modo que el trabajador no es más que trabajo personificado.
La dominación de los capitalistas sobre los trabajadores es por tanto la dominación de la cosa sobre los seres humanos, del trabajo muerto sobre el vivo, del producto sobre los productores, un proceso que, desde otro punto de vista, presenta al capitalista igualmente sometido a la relación del capital.
El capitalista es un fanático de la valorización del valor, que no es más que una rueda del engranaje del mecanismo social.
Se trata de “oficiales” o “suboficiales” los cuales “imparten órdenes en nombre del capital”. En consecuencia, el capitalista no actúa como actúa porque sea “malo”, el funcionamiento estructural del capitalismo no se debe a la “sed de ganancia” o a la “rapacidad” de un grupo social como los burgueses, tampoco puede reducirse la producción capitalista o los cambios en su evolución a una estrategia consciente o a una “conspiración” de los “poderosos”, por más que los detentadores del capital no son víctimas inocentes pues se prestan de buena gana a su labor, pero tampoco son capaces de controlar un proceso impulsado por las contradicciones internas de una sociedad que tiene la mercancía como “célula germinal”.
En realidad, los capitalistas no son más que los siervos de la autovalorización tautológica del capital, que reinvierten sus beneficios en el ciclo siempre incrementado de la producción
Trabajo asalariado y capital no son más que dos estados de agregación de la misma sustancia: el trabajo abstracto cosificado en valor. Se trata de dos momentos sucesivos del proceso de valorización, de dos formas del valor.
Las clases no constituyen un antagonismo absoluto; son formas con ayuda de las cuales se realiza el sujeto automático, el valor.
El trabajo asalariado y el capital no existen más que en su oposición recíproca, en consecuencia, solo pueden desaparecer juntos.
Sí como Marx dice, el capital no es una “cosa”, sino una “relación social”, esto significa que, tanto los trabajadores como los propietarios forman parte del capital, pero como los marxistas recaen en la definición burguesa del capital como conjunto de medios de producción; conciben la “relación” como una relación entre clases, en la que solo una de ellas “posee” el capital, y no como la relación tautológica del trabajo abstracto consigo mismo, que más adelante produce a los sujetos sociales.
La clase capitalista y la clase obrera son consecuencias de la organización del trabajo social en las categorías del capital y del trabajo asalariado, y no sus creadores; es el valor el que constituye las clases y cuyo reparto es lo éstas se disputan.
Los “marxistas tradicionales” de todas las tendencias: leninistas o socialdemócratas, académicos o revolucionarios, tercermundistas o socialistas “éticos”, ponían en el centro de sus razonamientos la idea del conflicto de clases en cuanto lucha por el reparto del dinero, de la mercancía y del valor, sin ponerlos ya en cuestión como tales.
Una parte considerable de las “luchas sociales” actuales, en el mundo entero, es esencialmente la lucha por el acceso a la riqueza capitalista, sin cuestionar el carácter de esta supuesta riqueza.
Lo que queda hoy de la lucha de clases es un corporativismo, un lobbismo para unos grupos de asalariados que no demandan otra cosa que sobrevivir en la competencia mundial, en cuyo accionar, a menudo van del brazo de sus empleadores, aceptando reestructuraciones “dolorosas” y/o reducciones de salario para mantener la “competitividad” de “sus” empresas y salvar “empleos”, con lo cual no “traicionan” su misión, sino que hacen explícita la identidad entre capital y trabajo asalariado, que ya está establecida con el valor.
Todas las revoluciones socialistas que hemos visto dejaron intacto el modo de actividad y solo trataban de lograr otra distribución de esta actividad, una nueva distribución del trabajo entre otras personas, al paso que la verdadera revolución comunista deberá estar dirigida contra el modo anterior de actividad, eliminando el trabajo y suprimiendo la dominación de las clases al acabar con las clases mismas. De tal forma que el lema no es “liberar el trabajo” puesto que el trabajo es libre en todos los países civilizados, de lo que se trata no es de liberar al trabajo, sino de abolirlo.
La Unión Soviética nunca fue una alternativa histórica, sino solo la contrapotencia mundial capitalista de los países históricamente retrasados, una especie de contrasistema de capitalismo de estado, pero nunca llegó a estructurar ni a encabezar lo que se ha dado en llamar un sistema socialista mundial.
Como en el siglo XX se hizo imposible implantar el modo de producción capitalista en un país sin que su economía se viera sacudida de inmediato por el flujo de mercancías baratas provenientes de los países ya industrializados, la única posibilidad de participar en la “modernidad” en una posición no completamente subordinada era una autarquía forzada: un espacio protegido de toda competencia exterior que debía permitir el desarrollo de un capitalismo local. Es, en efecto, lo que ocurrió en Rusia, en China y en muchos países de la periferia capitalista.
La “construcción del socialismo” en Rusia no era ni una tentativa --que finalmente habría fracasado- de construir una sociedad emancipada (como afirmaban sus partidarios), ni la loca ambición de realizar una utopía ideológica (como querían creer sus críticos burgueses), ni tampoco una “revolución traicionada” por la nueva burocracia parasitaria (como proclamaban sus críticos “de izquierdas”)
. Era sobre todo una “modernización tardía” en un país atrasado.
La mercancía, el dinero, el valor y el trabajo abstracto no solo no se abolieron en la Rusia socialista, sino que se trató de desarrollarlos hasta los niveles occidentales suspendiendo el libre mercado. La economía mercantil no fue superada.
En Rusia se repitió una especie de “acumulación primitiva” que implicaba la transformación forzosa de decenas de millones de campesinos en trabajadores de fábrica y la difusión de una mentalidad adaptada al trabajo abstracto.
La autarquía llevó a un nivel tal de autosuficiencia que el comercio exterior se redujo al mínimo; en esas condiciones de cero disputa y rivalidad sin emular con nadie le permitió desarrollar a ese enorme país una industria que habría desaparecido al instante de haber tenido que resistir a la competencia mundial, ello condujo a que la Unión Soviética se convirtiera en la segunda potencia industrial del mundo.
Es bueno recalcar que, sin la existencia de un vasto y extenso mercado protegido (el llamado Consejo de Ayuda Mutua Económica) la supervivencia de numerosas industrias no habría tenido ninguna oportunidad de triunfar en los mercados mundiales.
Las “democracias occidentales” se declaraban horrorizadas por los métodos con los que se había alcanzado ese resultado, aunque en realidad, no deberían haber visto en ellos más que un resumen de los horrores de su propio pasado. La atrasada Rusia había repetido en algunos años lo que en el Oeste había llevado siglos. El Occidente llamado “libre” hubiera debido reconocer en los países del Este el reflejo de sus propios orígenes, aunque ni de un lado ni del otro se quería admitir este hecho.
Los éxitos iníciales de la URSS animaron en gran medida a otros países a intentar seguir la misma vía para integrarse con una posición de fuerza en la economía mundial. Tal fue primero el caso de China, mientras que numerosos países del Tercer Mundo trataban de combinar el enfoque estatista con dosis más o menos elevadas de mercado. Cuanto más avanzada estaba la evolución del mercado mundial y más atrasados estaban los países en cuestión conforme a los criterios capitalistas, más violentos, e incluso delirantes, eran los métodos.
La ideología socialista no era más que una justificación paradójica para introducir más rápidamente las categorías capitalistas en países en los que estas estaban en gran medida ausentes. En lugar de “emancipar” al proletariado, primero había sido preciso crearlo de la nada.
El llamado “socialismo real” jamás fue una “alternativa” a la sociedad mercantil, sino una rama muerta de esa misma sociedad, una nota a pie de página de su historia que, al no poder superar su contradicción de fondo aspiraba a regular de manera consciente el automovimiento del valor y del dinero, que es ciego por naturaleza.
Se trataba pues de una sociedad basada en la mercancía y el valor que al mismo tiempo había abolido la competencia, que en una sociedad mercantil adapta la producción a las necesidades sociales, por eso todas las insuficiencias de la economía soviética: una producción que no tenía en cuenta ni la calidad ni las necesidades, una gran dificultad para enviar los recursos allí donde resultaban útiles, un bajo rendimiento del trabajo, etc.
Agotado el fordismo en los años 1970, a esta especie de contrasistema de capitalismo de estado no le fue posible hacer la transición hacia la tercera revolución industrial, la de la micro-electrónica, para mantener en su conjunto las formas de reproducción social, por eso, en los años 80 el capitalismo de estado del Este colapsó, al fracasar económicamente en el mercado mundial, con cuyos criterios y modelos tenía que medirse como sistema productor de mercancías.
Pero a diferencia de lo que pensaban los vencedores, el hundimiento del llamado “sistema socialista” no significó la victoria definitiva del capitalismo occidental. Constituye, bien al contrario, una nueva etapa en la crisis mundial de la sociedad mercantil. Se ha roto otro eslabón más de la cadena.
Una economía mundial basada en la competencia produce necesariamente ganadores y perdedores, y la distancia entre ellos se vuelve pronto infranqueable cuando cada nueva invención tecnológica beneficia sólo a aquellos que pueden permitirse incorporarla y en la que los excluidos acaban en la miseria.
Hay “dos niveles” de la representación fetichizada: el primero, cuando el trabajo se representa en el valor y, el segundo, cuando el valor se representa en el valor de cambio; es decir, en el dinero. Aparentemente, se trata de un problema muy teórico, casi filológico, pero no lo es.
No podemos considerar como normal el paso del trabajo al valor, mientras lo malo sería exclusivamente el paso del valor al dinero.
Lo anterior se corresponde con la idea de que el trabajo, representado en el valor, es “bueno”, pero debería representarse directamente, y no en el dinero. De esta manera, la concepción del valor pierde toda su dimensión crítica y se vuelve posible reemplazarla por la supuesta “ley del valor”, que habría de regular la distribución de las cantidades de trabajo en las diferentes ramas de la producción.
El reproche principal que los marxistas tradicionales le han hecho al capitalismo no ha sido el de someter el contenido material de la producción al valor. Le reprochaban, bien al contrario, que obstaculizase el funcionamiento “natural” de la ley del valor.
Sería la “anarquía del mercado” la que en el capitalismo falsearía el “verdadero” valor, concebido como una instancia neutra de regulación; mientras que el socialismo se caracterizaría, no por la abolición de la ley del valor, sino por su “aplicación consciente” a través de la planificación.
Esta no era una consecuencia implícita, sino que se proclamaba de viva voz en todos los países que se han llamado socialistas como la verdadera diferencia entre socialismo y capitalismo. De este modo, quedaba naturalmente justificada la perennidad de la mercancía y del dinero en tal forma de “socialismo”.
La “ley del valor” era considerada además como una teoría de la justicia que fundamenta el derecho del obrero, en cuanto productor del valor, a recibir este sin merma.
La “ley del valor” es fetichismo porque significa que la sociedad al completo presta a los objetos una cualidad imaginaria. Creer que las mercancías “contienen” trabajo es una ficción aceptada por todos los miembros de la sociedad mercantil. Esta supuesta “ley” no es en absoluto una base natural velada por el fetichismo, como pretende el marxismo tradicional, sino que ella misma es un fetichismo, un totemismo moderno.
Los marxistas tradicionales no han comprendido nunca bien la diferencia entre trabajo abstracto y trabajo concreto, entre la producción como satisfacción de necesidades y la producción como acumulación de trabajo muerto bajo la forma de valor. Para ellos, el trabajo, incluso bajo condiciones capitalistas, es siempre un trabajo útil cuyo contenido no ponen en cuestión.
El trabajo, cualquiera que este sea, es así el bien supremo, y el trabajador es glorificado como “creador de todos los valores”, sin distinguir entre la producción de valores de uso y la producción de valor para el capital, y sin tener tampoco en consideración la naturaleza de los valores de uso.
El ideal inconfesado ha sido siempre el retorno a una especie de producción simple de mercancías sin plusvalía ni capital; llegando incluso a plantearse que este tipo de producción había existido realmente antes del capitalismo; en el fondo criticaban la existencia del dinero como fin en sí mismo, pero sin poner en duda su base social, el trabajo como fin en sí mismo. Se escandalizaban por la acumulación tautológica del dinero sin preocuparse por la acumulación tautológica del trabajo.
Para el marxismo oficial que dominó el movimiento obrero el trabajo constituye lo contrario, concreto y positivo, de la abstracción representada por el dinero. De aquí derivaban el programa de una sociedad basada enteramente en el “trabajo honrado”, en el que no habría apropiación de plusvalía.
Según las circunstancias, este programa podría adoptar la forma de una red de cooperativas, donde los trabajadores produjesen sin patrón, o de un “Estado obrero”, en el que la administración de la plusvalía estaría regulada por una instancia que supuestamente representaría a todos los trabajadores: el partido-Estado.
Pero un intercambio de mercancías no puede tener lugar sin dinero, pues solo gracias al hecho de designar una mercancía como mercancía universal -es decir, como dinero-, las demás mercancías se convierten realmente en iguales en cuanto mercancías.
Si se le retira al dinero su “privilegio”, para hacer de él una mercancía como las otras, todo el sistema se disuelve. Por supuesto, puede existir una producción material sin dinero, pero no intercambios mercantiles sin dinero, es la tentativa de mantener la producción capitalista, identificada solo con la técnica, y no cambiar más que la distribución y la circulación
De la misma manera no es posible una abolición de la producción de la plusvalía sin la abolición de la producción de valor. Esto explica también por qué los marxistas de todas las tendencias han llegado tan rara vez a esta conclusión teórica: estaban casi siempre empeñados en ver ya en acto la abolición de la producción de plusvalía en algún lugar del mundo, pero evidentemente sin poder afirmar que en el país en cuestión ya no existía el valor
La política nació debido a que el intercambio de mercancías no prevé relaciones sociales directas y como consecuencia, es necesaria una esfera para tales relaciones y para la realización de los intereses universales
Sin instancia política, los sujetos del mercado entrarían inmediatamente en una guerra generalizada de todos contra todos, y naturalmente nadie querría encargarse de garantizar las infraestructuras.
Como la lógica del valor se basa en productores privados que no tienen vínculo social entre ellos, debe producir una instancia separada que se ocupe del aspecto general, y esa es la política. El Estado moderno ha sido creado, pues, por la lógica de la mercancía. Es la otra cara de la mercancía; los dos están ligados entre sí como dos polos inseparables.
Aunque muchos se nieguen todavía a comprender la lógica inexorable que ha conducido a un estado del mundo tan sombrío, se extiende la convicción de que la economía capitalista ha puesto a la humanidad ante grandes problemas, pero ante los mismos casi siempre la primera respuesta es la siguiente:
“Hay que volver a la política para imponerle reglas al mercado. Es preciso restablecer la democracia amenazada por el poder de las multinacionales y por las bolsas”
¿Pero de verdad la política y la democracia son lo contrario de la economía autonomizada? ¿De verdad son capaces de reducirla a sus “justos límites”?. No, en la sociedad del valor la política se encuentra en una relación de dependencia con respecto a la economía El problema no reside en el hecho de que la política no sea lo bastante “democrática”, y que la democracia esté “manipulada”, sea “formal”, “falsa” y/o “burguesa”, sino todo lo contrario: la democracia es la otra cara del capital, la forma más adecuada a la sociedad capitalista, en la cual los individuos han interiorizado completamente la necesidad de trabajar y de ganar dinero. Donde aún es indispensable inculcar a los hombres la sumisión al capital sirviéndose del palo, el capital todavía se halla en una forma imperfecta.
Incasablemente en la izquierda, nos limitamos a poner de relieve que los grupos económicos, los medios, las iglesias, etc. manipulan a los electores y transforman la democracia en una cosa muy diferente de aquello que está escrito en las constituciones, por más que tales manipulaciones existan.
La democracia está completa cuando todo es materia de negociaciones...salvo las constricciones que se derivan del trabajo y del dinero
Los sujetos para los que la transformación del trabajo en dinero es el fundamento indiscutible de su existencia siempre se decantarán, incluso si son “completamente libres” de elegir, a favor de lo que las leyes de la mercancía imponen bajo la forma de “imperativos tecnológicos” o “imperativos del mercado”. “Desenmascarar” los “verdaderos intereses” ocultos detrás de tales “imperativos” es uno de los deportes preferidos de la izquierda. Pero lo que habría que poner más bien en discusión es el sistema fetichista que produce esos imperativos, que son bien reales en su seno.
Oponer las realidades “sólidas” y “honestas” del Estado y de la nación, del trabajo y de las “inversiones productivas” al capital financiero y la especulación bursátil corre el riesgo de convertirse, independientemente de cuáles sean las intenciones de sus promotores, en un juego bastante peligroso, más útil para movilizar resentimientos que para crear un movimiento de emancipación social, eso es limitarse a elegir un polo de la abstracción (el Estado, el trabajo) para enfrentarlo al otro (el dinero, las finanzas).
Está de moda oponer la “democracia” a las “finanzas desencadenadas” en lugar de oponer la emancipación social al capitalismo. Pero en realidad la polémica contra la especulación es perfectamente compatible con el elogio del “capitalismo sano”, mientras que los “excesos financieros” serían una especie de enfermedad, argumentación que confunde la causa y el efecto de la crisis ya que no es el peso de las finanzas parasitarias el que abruma a una economía capitalista, sino que es la ya agotada economía del valor la que sigue sobreviviendo provisionalmente gracias a la especulación.
La transformación del trabajo en valor no puede tener lugar más que si está rodeada de una gran cantidad de otras actividades que, por su parte, no pueden responder a los criterios de la rentabilidad y de la transformación en valor, o bien en las cuales el gasto de trabajo ni siquiera puede determinarse. Los “faux frais” de la producción son solo una parte de ellas, una parte además que aún se encuentra dentro del campo “económico”.
Mucho más extendidas, aunque resultan incalculables, están todas las actividades indispensables para la reproducción social que se desarrollan fuera de la esfera “económica”, ellas son como el “reverso oscuro” de la valorización, de una enorme zona de sombra sin la cual no existiría la luz de aquello que vale como “producción”
La parte más importante de esas actividades que no son consideradas como “trabajo”, y que en consecuencia no se pagan, es efectuada por las mujeres, pero el valor es masculino, es el hombre; por eso, la relación tradicional entre los sexos es puesta en cuestión porque el trabajo femenino, en cuanto “reverso oscuro” de la valorización, no puede integrarse en la lógica del valor
A pesar de su carácter abstracto, el valor no es “neutro” en el plano del sexo, pues se basa en una escisión: todo lo que es susceptible de crear valor es “masculino”. Las actividades que en ningún caso pueden adoptar la forma del trabajo abstracto, y sobre todo la creación de un espacio protegido en el que el trabajador puede descansar de sus fatigas, son estructuralmente “femeninas” y no se pagan. Esta es una de las razones por las que la sociedad capitalista ha negado durante tanto tiempo el estatus de “sujeto” a la mujer como, por ejemplo, el derecho al voto.
En la sociedad mercantil, solo aquel que gasta trabajo abstracto es considerado un sujeto de pleno derecho. Las demás actividades, por muy fatigosas o necesarias que sean, aquellas que no logran la “dignidad” de hacerse consumir directamente por la máquina de la valorización, permanecen marcadas por el signo de la inferioridad. Es pues consecuencia de la lógica del valor que la mujer que cuida al suegro de cierta edad se considere como que no “trabaja”, mientras que su marido, que fabrica bombas o llaveros, sí lo hace.
Por supuesto, en las últimas décadas muchas mujeres se han convertido en “sujetos” en el sentido de la mercancía, y en ocasiones incluso han alcanzado puestos de dirección, pero para lograrlo han tenido que convertirse en “varones”; en efecto, la “escisión” producida por el valor implica también que el sujeto capitalista desarrolle en sí mismo solo aquellas cualidades que son necesarias para el éxito en el mundo del trabajo, consideradas estructuralmente como “masculinas”: autodisciplina, razón, lógica, dureza para consigo mismo y con los otros.
Su propia parte “femenina” se delega enteramente a las mujeres, que deben utilizarla para “amueblar” el reposo del guerrero. El hecho de que hoy tales cualidades, que evidentemente son culturales, puedan desligarse de sus portadores biológicos no hace más que reforzar el mecanismo estructural: aquel que, sea hombre o mujer, se comporte en el mundo del trabajo según criterios tradicionalmente “femeninos” como la compasión no llegará demasiado lejos.
Primera parte de esta nota
04.FEB | postaporteñ@ 1878